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La Unidad Hispana sería un gran cambio
El gran mundo de la Iberofonia
Distintas formas de nombrar la lengua común de la Península Ibérica y América. La Iberofonía, denomina a la comunidad ibero hablante, mundo hispano-luso o espacio iberófono. Todos son neologismos utilizados para designar el conjunto de territorios del mundo donde se hablan lenguas iberorromances, principalmente español y portugués. En este sentido, incluye tanto a la Hispanofonía como a la Lusofonía.
Un espacio de 800 millones de personas
«En la Iberofonia no somos 500 millones de personas, somos 800»(Frigdiano Álvaro Durántez)
Iberofonia: dos lenguas que se entienden
El gran poder de la Iberofonia
Los beneficios de la unión
Juntos somos mas fuertes
Una unidad que ya existió. La Unión Ibérica bajo la Corona de España.
Unidad entre iguales, unidad sin subordinación, hispanos unidos. Juntos mas fuertes – Juntos mais fortes. Si la unidad hace la fuerza, «juntos mais fortes».
Los hombres de letras han sido preclaros…
El último Nobel de literatura portugués José Saramago pronosticaba en el 2007 que en 50 años Portugal y España se integrarían.
Camões en el XVI y Pessoa en el XX también eran iberistas. Esto es, los tres grandes de las letras portuguesas coincidían en defender, con diferentes formulaciones, la unidad ibérica, siendo que «portugueses o castellanos, todos somos españoles». El genio universal portugués abogaba por la unidad…
También premios Nobel hispanoamericanos como el colombiano Gabriel García Márquez o el hispanoperuano Mario Vargas Llosa o el hispano mejicano Octavio Paz han coincidido en la defensa de la Hispanidad, como Borges, Cortázar, Benedetti, Rubén Darío, etc., etc…
Grandes intelectuales hispanos como Costa, Unamuno, Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, o premios Nobel como Echegaray, Vicente Aleixandre, Jacinto Benavente, Juan Ramón Jiménez o Camilo José Cela tuvieron palabras para la Hispanidad, como los Nobel científicos Ramón y Cajal y Severo Ochoa, en diversos escritos.
Los intelectuales de la Hispanidad penta continental han sido conscientes, incluso el filipino independentista Rizal, del valor de la Hispanidad como ejemplo para el mundo; un ejemplo de replicación, hibridación y mixtura, frente al modelo colonialista (éste sí) de explotación y supremacismo blanco de la cosmología anglosajona, francesa, holandesa, etc…
La unidad de acción de la Hispanidad (y la Lusofonía) es la única salida para un futuro de prosperidad, fraternidad y paz de los pueblos que la conforman, sin sumisión a intereses extranjeros y con igualdad entre las partes, sin subordinación.
Éste es el camino, y es la unidad sentimental que busca reencontrar: la lengua, la cultura, la ciencia, el patrimonio, la Historia común, la religión, la idiosincrasia, los apegos… la lógica nos une, y las mentes más brillantes nos lo dijeron negro sobre blanco. Escuchémosles…
Extendido por 5 continentes
El gran reto del proyecto de la iberofonia
La Unión pendiente
Mi iberismo
José Saramago
No es esta la primera vez que me pregunto sobre las causas y circunstancias que, en estos últimos años de mi vida, me han convertido en casi obligada referencia, por parte portuguesa, siempre que sale a la luz la vieja cuestión del iberismo. Pero ésta será, en efecto, la primera vez que intentaré encontrar una respuesta que, al tiempo que satisface mi propia ilustración de los hechos, pueda servir para delimitar, con suficiente claridad, la reducida área en que, tal vez, se está aplicando, directa o indirectamente, en estas materias especificas, la noción del escritor que soy. Quiero prevenir, al hacer estas salvedades, que cualquier identificación que se haga de mi trabajo literario o de mi intervención cívica y política con un cuerpo de doctrina, plan de acción o una estrategia que apunten al resurgimiento o a la reactivación de la cuestión ibérica tendrá que plegarse, o al menos no ignorar, los argumentos y precisiones aquí expresados.
Como cualquier otro portugués antiguo y moderno, fui instruido en la firme convicción de que mi enemigo natural es, y siempre habría de serlo, España. No atribuíamos demasiada importancia al hecho de que nos hubiesen invadido y saqueado los franceses, o que los ingleses nuestros aliados nos hubieran explotado, humillado o gobernado: esos no eran más que episodios históricos comentes que teníamos que aceptar de acuerdo con las reglas de un relativismo práctico, ese que precisamente nos enseña a relativizar, esto es, a tener paciencia. Absoluto, lo que se dice absoluto, desde nuestro punto de vista de portugueses, sólo el rencor al castellano, sentimiento llamado patriótico en que fuimos infatigables en el transcurso de los siglos, lo que, quién sabe, nos habrá ayudado por el rechazo y por la contradicción, a formar, robustecer y consolidar nuestra propia identidad nacional. No afirmo que las cosas hayan pasado así, es solamente una idea que se me ha ocurrido al socaire de la escritura. Como tampoco afirmo que sea verdad que a todo esto España se haya limitado a responder con absoluta, no relativa, indiferencia, o incluso con algún menosprecio, por añadidura. El alma de los pueblos, si es que soy yo mismo capaz de entender lo que eso quiere decir, no es seguramente menos compleja que aquella que el simple individuo lleva consigo en su única y simple vida.
Este sistema organizado de malquerencias y desconfianzas, cuántas veces paralizador, no me impidió, como tampoco impidió a otros portugueses, interesarme muy de cerca por la cultura española, en especial la literatura y la pintura. En distinto plano, también alenté siempre la curiosidad por saber qué pensaban los españoles de sí mismos (y unos de otros) a lo largo de los tiempos y, poco a poco, puede salir de una visión histórica generalizada para llegar a la apreciación dinámica de las diferencias; creo que he empezado a comprender mejor a España conforme iba reconociendo e identificando, en la plenitud de su expresión, las diversidades nacionales que veía emerger de la unidad estatal, lo que resultó, por último, supongo que por un proceso no completamente consciente, una forma de apagamiento subversor de la imagen de España adquirida por vía pasiva a favor del surgimiento irresistible de una constelación socio-histórico-cultural pluriforme, literalmente fascinante. Claro que nada de lo que estoy escribiendo es nuevo: como yo, lo han experimentado todos aquellos que se han acercado a España despojados de ideas preconcebidas, o suficientemente vigilantes como para esquivar los daños que éstas suelen causar a los incautos. Pero, efectivamente, algo vino a modificar mi relación, primero con España, después con la Península Ibérica en su conjunto (lo que equivale a decir que yo empezaba a lanzar sobre mi propío país una mirada diferente): la evidencia de la posibilidad de una nueva relación que sobrepusiera al diálogo entre Estados, formal y estratégicamente condicionado, un encuentro continuo entre todas las nacionalidades de la Península, basado en la búsqueda de la armonización de los intereses, en el fenómeno de los intercambios culturales, en fin, en la intensificación del conocimiento.
No soy tan ingenuo como parece, y en este caso menos que en cualquier otro. Esta concepción abierta de los hechos peninsulares tenía que chocar inevitablemente, y sobre todo por parte de España, con una indignada y muy patriótica resistencia, pues se objetaría que en el «caldo» ibérico así preconizado, se habría de disolver la, desde siempre trabajosa, unidad de los Estados, peligro del que, como sabemos y sin temor alguno a la paradoja, acabamos de ponernos a salvo, portugueses y españoles, gracias a la integración en la Comunidad Económica Europea, escrupulosa a más no poder en lo que se refiere a salvaguardar las identidades nacionales y otros soberanos pruritos de sus miembros… Cuando, por fin, había encontrado ya mi Península Ibérica, en ese momento, la perdía. Intenté mirar más allá de la frontera y comprender lo que hasta los Pirineos se extendía, y cuando apenas me había empezado a acostumbrar al deslumbramiento de esa nueva visión, acudían los políticos que gobiernan en mi país (otros que también me gobiernan no están aquí), acudían, repito, a enseñarme que tales visiones eran anacrónicamente cortas, que si yo quería ser un hombre de mi tiempo tenía que pasar a jurar por Europa, aun no sabiendo exactamente, ni yo ni ellos, qué Europa es ésa que tan bien parece querernos. En resumen: ser ibérico equivalía, o equivale, a rozar peligrosamente la traición, ser europeo representa el toque final de la perfección y la vía ancha para la felicidad eterna.
Ahora bien, coincidiendo más o menos con estas desventuras espirituales, y probablemente también por efecto reflejo de la decepción sufrida al querer llegar a un entendimiento más sensible del pequeño y desde ahora frustrado universo ibérico, volví los melancólicos ojos hacia América Latina donde, a pesar de la cúpula magnífica de la lengua del imperio económico, se sigue hablando y escribiendo en portugués y en castellano. No se trata, claro está, de un descubrimiento repentino, de un hallazgo, de un encuentro de civilizaciones; los escritores de allá, tanto prosistas como poetas, no me eran desconocidos y sabía lo bastante de la historia de aquella inmensa parte del mundo como para no desmerecer en una conversación entre amigos o en un debate público a modesto nivel en cuanto a geografía, debido a mi insaciable curiosidad cartográfica, soy capaz de poner un dedo exacto, sin dudar, en cualquier país que, como test de conocimientos básicos, se me proponga. La diferencia de esta nueva mirada era que una especie de conmoción, un presentimiento, un alborozo incontenible del espíritu me estaban insinuando que la propia Península Ibérica no podrá ser hoy plenamente entendida fuera de su relación histórica y cultural con los pueblos de ultramar y que, de seguir la actual tendencia a la relajación de las capas profundas que nos siguen vinculando a ellos (no confundir con aproximaciones políticas y económicas subordinadas, casi siempre, a intereses de terceros), nosotros, los peninsulares, acabaremos en la incómoda situación de quien, habiéndose sentado en dos sillas no sabe cuál de ellas le ofrece más seguridad, siendo cierto, por otro lado, e insistiendo en la metáfora, que el problema de la identidad de quien así se sentó, no saca provecho de la inestabilidad subsiguiente, al precario estatuto, adoptado del que no supo escapar, cuando todavía estaba a tiempo. Quiero decir, en fin, que esta Península, que tanta dificultad tendrá en ser europea, corre el riesgo de perder, en América Latina, no el mero espejo donde podrían reflejarse algunos de sus rasgos, sino el rostro plural y propio para cuya formación los pueblos ibéricos llevaron cuanto entonces poseían espiritualmente bueno y malo y que es, ese rostro, así lo creo, la mayor justificación de su lugar en el mundo. Admitiría que América Latina quisiera olvidarse de nosotros, sin embargo, si se me permite profetizar, preveo que no iremos muy lejos en la vida si escogemos caminos y soluciones que nos lleven a olvidarnos de ella.
Aunque sin concluir, debo terminar. Escribiré sólo las dos palabras que tengo fijas en el espíritu y que condensan este manojo de ideas desglosadas en concepto: trans-iberismo. Sospecho que hay en ellas la promesa de algo más que un enunciado no carente de sentido lógico. Dicho esto, yendo más allá de la pregunta inicial y proponiendo una nueva, concluyo finalmente: ¿El iberismo está muerto? Sí. ¿Podremos vivir sin un iberismo? No lo creo. Reconozcamos que no iríamos muy lejos por el camino que nos deberá conducir a una amplia y más productiva comprensión de las cuestiones del iberismo, tanto en su expresión local y actual cuanto en sus futuras manifestaciones dentro y fuera de La península, si no empezásemos por conocer a fondo, de un modo crítico y objetivo, el solar literario ibérico. Nos perderíamos, como sucedió tantas veces en el pasado, en los embelecos de una retórica vacía y oficialista, que sería la responsable de los nuevos malentendidos que llegaran a sumarse y a agravar los antiguos. Gracias a los rigurosos y diversificados estudios e indagaciones de César Antonio Molina, reunidos en este libro, la cuestión ibérica, cualitativamente valorada, recobra ahora fuerza y actualidad. Sólo aquellos que todavía se mantienen asidos a prejuicios nacidos de un nacionalismo más defensivo que racional, más hecho de mesianismos que de objetividad, porfiarán en cerrar los ojos. Pero esos, si alguna vez los llegan a abrir, se hallarán, ese día, inmovilizados en la historia, solos.
Prólogo al libro Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa, de César Antonio Molina.
Relato Negrolegendario
Un relato antiespañol
Relato negrolegendario antiespañol; durante la «Unión dinástica» España no defendió las posesiones de Portugal.
Por Jordi Núñez Zaragoza.
Más relato negrolegendario (antiespañol); es tristísimo que no se diga que fueron los ingleses los que «invitaron» a los holandeses, sus aliados, a ocupar los dominios de su otrora otro aliado Atlántico, Portugal (desde el XIV y contra Castilla, el mal llamado «pacto más antiguo del mundo», aún celebrado hoy en Portugal como una muestra de sumisión y subordinación cultural, un enorme engañabobos), a fin de desgastar la hacienda de la monarquía universal.
Toda vez la «Unión Dinástica» (1580-1640) conformaba el mayor Imperio moderno, desligando a Portugal de su pacto y por tanto, su control, Inglaterra vió en Holanda el instrumento para debilitar a su enemigo secular sin tener pérdidas, a la espera del momento más propicio, y toda vez, se recuerda, la Inglaterra del XVII tenía problemas internos y recomponía sus fuerzas.
Fueron barcos, hombres y capitanes españoles, como Fadrique de Toledo, los que defendieron las posesiones portuguesas, entre ellas y principalmente Brasil, expulsando a los holandeses de Salvador de Bahía, y suministraron y defendieron a Portugal y sus plazas y enclaves en el Atlántico, el Indico y el Pacifico, de Timor a Macao, Mombasa o Zipango, etc.
Si Portugal conservó sus dominios frente a Holanda fue por su unión con España y el desgaste de la defensa de sus posesiones, «nos contra todos, todos contra nos», como enunció el conocido como Rey Planeta, Felipe IV.
Era lógico pensar en la «Unión de Armas» del Conde-Duque de Olivares, y la defensa común de los intereses hispánicos allá donde se encontraban, en relación a la población de las partes que conformaban la monarquía hispánica austracista, plural y con multitud de intereses geográficos.
Fue a partir de 1640 que los ingleses les aseguraron a las élites secesionadoras contrarias al esfuerzo militar conjunto calmar las apetencias holandesas y conservar sus territorios a cambio de su separación de España, definitiva en 1668.
La Historia se ha contado mal secularmente, por interés de unos y otros…
Los iberistas no podemos perpetuar el equívoco y hacer propaganda de la separación penisular o ibérica, siendo que en Portugal creen mayoritariamente como imaginario colectivo que 1. España no defendió sus posesiones y 2. las recuperaron solos, una gran engañifa, a la que se suma este texto que obvia el esfuerzo español para defender el Portugal pluricontinental.
Otrosí; y aún menos, como hispanistas, de la atomización de lo que fue la España pentacontinental, de la Hispanidad hoy, la única unión posible entre países existentes actualmente basada en la fraternidad y la no subordinación entre las partes, con lengua, idiosincrasia, cultura, religión, Historia común, apegos, interrelaciones, dependencias, vecindad, intereses…
Sería ésta, la Hispanidad política, una unión con más bases o fustes que la Unión Europea, la francofonía, la Commonwealth o cualquier otra posible…
Juntos, Lusofonía e Hidanidad, somos una fuerza cultural y política, demográfica y económica, que a todos molesta y que quieren evitar, desde el XIV hasta hoy, a fin de que la iberofonía cultural o la Iberoesfera política no sea un contrapoder para la Angloesfera y no lamine la unidad del «bloque occidental» contra futuros enemigos, como la entente euroasiática.
La cuestión tiene una enjundia geoestratégica y táctica que trasciende a la visión localista o continental; somos partes, eslabones, de los intereses de quien maneja la cadena.
Despertemos… «JUNTOS MAIS FORTES»
#juntosmaisfortes
Nuevos retos ibéricos
La necesaria Inmigracion Panhispánica
Más de allá de implementar políticas de desarrollo humano y natalidad dirigida, tanto Portugal como España tienen una Historia, un poso cultural en terceros, que debería hacerse valer, o poner en valor -desde un punto de vista incluso egoísta y táctico-, a fin de evitar subvertir la idiosincrasia peninsular con inmigraciones no asimilables, especialmente en lo religioso/cultural, y contrarias al sentir general, nuestro acervo y nuestra herencia.
Los países deberían tener derecho a poder controlar sus políticas migratorias y a elegir que tipo de inmigración desean; en nuestro caso, la Panhispánica, la suma de lo hispano y la Lusofonía, lo panibérico, si se prefiere como etiqueta integradora y de fortuna.
No es una cuestión racial, pues hispanos son antiguos saharauis españoles, negros guineanos o «malayos» filipinos, y desde luego, la «raza cósmica» (Vasconcelos) surgida del modelo de replicación, hibridación y mixtura de España, la unión con el mundo precolombino, aunque no fuese tanto así en el caso de Portugal…
La acusación de «racismo» es completamente demagógica y emponzoña el debate y la cuestión nodular, esto es, la propia supervivencia como nación, aquella que heredamos de nuestros ancestros para no dejar de ser lo que somos.
Si un ser vivo busca la supervivencia y asegurar su progenie, en el paralelismo de la nación como ser vivo y sintiente, las políticas migratorias son inexcusables si se desea pervivir.
Sea como fuere, España no padeció un proceso de «reconquista» de 8 siglos para perecer ahora por el vientre de «europeas», como rezan los ideólogos de la yihad basada en la sustitución demográfica.
Es una cuestión delicada y crucial, donde no valen buenismos anteopológicos ni posturas timoratas.
Superando el debate de la necesidad económica o el mantenimiento de la opulencia, del «estado de bienestar» europeo, las políticas migratorias son políticas de país, incluso diría, que de civilización…
La realidad ha de verbalizarse, superando los prejuicios ideológicos y el miedo a ser etiquetado.
(Jordi Núñez Zaragoza)